
Capítulo I
OJOS DE UN CANINO BAJO LA ARENA
Las frías mañanas de invierno siempre amanecían cubiertas por una espesa neblina que se posaba sobre las azules y acuareladas aguas del mar. A la orilla permanecía el legendario puerto de Pacasmayo, que por muchos años parecía estar cansado como un viejo harapiento, triste y olvidado. Desde el mirador del cementerio, la estatua del Cristo redentor era el fiel guardián que cuidaba a sus muertos mientras los que estaban vivos desde muy tempranas horas merodeaban de un lado para otro sobre el envejecido muelle, esperando a las lanchas que llegaban desde altamar trayendo el pescado fresco, el cual estaba para la venta al público. Las vendedoras de comida, desde muy tempranas horas, se apostaban a la entrada donde había un muro de cemento que servía de soporte para los pesados rieles que sujetaban al muelle. Ellas con su carismática forma de vender ofrecían la chanfainita, los tallarines con pollo, el pescado frito y el rico café de castilla pasado en la cafetera. Doña Martha una robusta mujer de piel trigueña, era la que más vendía, porque decían sus clientes que tenía la mejor sazón, además había contratado como su ayudante a la bella Camila, ella era una jovencita que recién había llegado del campo a la cuidad, tenía una larga cabellera color castaña, y su rostro tan bello con todo el encanto de una flor silvestre, cada día desde muy temprano deslumbraba con su belleza a los clientes que llegaban a comer, de la misma manera atraía las frívolas miradas de los rudos estibadores, que a diario todas las mañanas la veían llegar con las grandes ollas de comida que doña Martha preparaba para vender.
Había una familiaridad entre esa gente, la cual tenía que ver con el negocio del pescado, casi todos se conocían por sus nombres o también por sus apodos. Los clientes madrugaban para escoger el mejor pescado, de preferencia, eran los que tenían las cebicherías. Pero había un tipo de baja estatura, piel morena, cara redonda y el cabello un poco ensortijado, nadie sabía como apareció en ese lugar, toda referencia de él, era solo su nombre, le decían “Periquito”, este sujeto se había ganado el aprecio de toda persona quien se cruzaba con él, su tic era la risa, todo el tiempo estaba riéndose, parecía que hasta cuando estaba dormido se reía. Pero lo que más llamaba la atención de él, es que nunca pronunciaba palabra alguna, y no era sordo, ni tampoco mudo. Este tipo se había convertido en todo un personaje, con su forma de vestir harapiento daba la apariencia de ser un mendigo, los muchachos “palomillas” lo rodeaban y le pedían que se soltara una carcajada, gastándose unas bromas con él, ya era mayor de edad se le veía muy lento para hacer los mandados, sobrevivía solo con las propinas de los que se apiadaban de él.
Había también otro tipo, éste era un borrachito que desde muy joven llegó de Cajamarca, su tierra natal, hasta la provincia de Pacasmayo, se apellidaba Quiroz, era de contextura delgada, cara triangular, nariz perfilada y usaba el cabello bien recortado al estilo militar. Cuando se encontraba mareado empezaba a vociferar y se le daba por recitar poemas, tenía una frase que la hizo muy popular decía:
—Mi apellido es Quiroz, me acuesto con una y me levanto con dos. Quienes lo escuchaban, reían a más no poder y de paso le daban como recompensa una propina, luego cantaba unos románticos yaravíes diciendo estar conquistando a sus imaginarias amadas, para terminar recitando un corto poema.
—Soy como el Cóndor que vuela en los andes, no busca una sombra, un vacío, para saciar su sed, soy como Dios que nunca llora y, como Satanás que nunca reza, por eso Quiroz se toma una cerveza con sus amigos que más aprecia.
© 2013 by YOS CREATIVA / yos.creativa@gmail.com / 964 503 611