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                                            Capitulo I

 

              La hechicera

 

-LUCRECIA..., LUCRECIA...- LLAMABA la vieja Emilia desde el fondo de la rústica choza donde vivía, y al ver que no contestaba, salió a mirar, en busca de ella, pero como la joven no aparecía por ningún lado -¿Dónde se habrá metido esta muchacha? –se preguntó la anciana mujer, luego retornó para seguir con los quehaceres domésticos de su humilde vivienda.

 

El cielo estaba despejado y el astro rey brillaba intensamente, con el sofocante calor, se marchitaban las hojas de los frondosos árboles, el medio había avanzado y Lucrecia se encontraba en un exótico y fascinante lugar que había encontrado para su regocijo. La muchacha tenía aproximadamente diecisiete primaverales años, y se estaba convirtiendo en una de las mujeres más bellas de la región selvática del Perú; le apasionaba nadar todos los días al pie de unas  pequeñas cataratas donde se formaba una honda poza, en la cual vertían las cristalinas aguas del río Tocache, hermoso lugar, donde se desarrollaba la naturaleza, dando vida a abundantes pececillos de variados colores. Lucrecia podía percibir todo ese encanto y hasta se imaginaba ser como uno de ellos, se desnudaba totalmente, así como vino al mundo y se deslizaba dentro de las cristalinas aguas hasta perder la noción del tiempo.

 

El día se mostraba cálido y encantador, propicio para un baño fresco y relajante de la ingenua joven, sin  imaginar que dos tipos estaban rondando por ese lugar. De pronto, ellos se encontraron con ese maravilloso cuadro, que hasta les costaba creer lo que sus ojos estaban viendo; se habían quedado mudos sin llegar a pronunciar una sola palabra, se acomodaron tras las tupidas ramas de los frondosos arbustos, para seguir mirando con los ojos llenos de lujuria, aquellos movimientos que hacía esa joven mujer dentro del agua. Luego de unos minutos comenta uno:

 

-¡Mira! ¡Qué bella es esa salvaje!

-¡Sí, y está sola! -contestó el otro

 

Decididos a todo, tramaron esconderle la ropa que ella había dejado sobre una de las piedras más grandes  del río; cuidadosamente uno de ellos se acercó hasta el mismo lugar, despacio, con sumo cuidado tomó las prendas con sus manos y se retiró a donde  estaba esperando su compañero.

 

Lucrecia muy entretenida seguía dando rienda suelta a la alegría que sentía dentro del agua, sin darse cuenta de quienes la estaban observando desde muy cerca. Los sujetos se reían con burla; entonces uno de ellos comenta.

 

-¡Qué carne tan exquisita comen los caníbales de este lugar¡

-Siento envidia- contestó el otro- pero te apuesto que a esta criatura aún no la tocado nadie todavía. Mira, nosotros seremos los primeros, después, que se la coman los buitres, si es que ellos quieren.

 

Cuando se encontraban en plena conversación, la bella joven salía de la  poza estrujando su larga y frondosa cabellera con destino dónde había dejado su ropa. Pero cuando llegó, grande fue su sorpresa, no encontró ni señas de lo que  había dejado, miraba con preocupación de un lado para otro, todo parecía estar en un sórdido silencio a excepción de los pájaros y bichos que cuchicheaban a esa hora del día. Entristecida y con lágrimas en los ojos, no salía  de su asombro, lo que  estaba  sucediendo era  muy raro, y cuando se había apoderado  de ella el lamento, escuchó las carcajadas de unos hombres que reían  fuertemente, entonces agazapada levantó la vista y vio a los dos sujetos que le mostraban las  prendas de vestir que había dejado sobre la piedra. Lucrecia muy asustada trataba de cubrirse con las manos sus partes íntimas. Entonces los tipos le dijeron: 

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