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La espesa neblina había cubierto toda la zona de Amancaes. Era imposible visualizar la profundidad de los abismos que descendían muy hondo hasta el accidentado río que bajaba desde Contumazá. Aunque el reloj marcaba las doce del mediodía, la luz natural había tomado un matiz muy oscuro, lo que hacía presagiar que pronto se avecinarían las tormentosas lluvias. Los gorriones, pequeñas avecillas del campo, gorgojeaban y al mismo tiempo dejaban escuchar sus melancólicos trinos, sentados sobre las ramas de los frondosos arbustos con su plumaje esponjado, entristecidos por el mal tiempo que no los dejaba disfrutar a pleno de sus alimentos.             

 

Como era costumbre en la época invernal del año, las torrenciales lluvias no se hacían esperar en aquel lugar de la sierra. Había momentos en que parecía que el cielo se rompía y el agua caía a chorros haciendo brotar caudales torrentosos. En ese contexto, como salida de un cuento de misterio, apareció una bella mujer, quien aceleraba el paso con afán de llegar pronto a su destino. Ella era muy joven, tenía el rostro color capulí; ojos negros, grandes y vivaces; nariz perfilada, y unos sensuales y finos labios color carmín. Sobre su espalda, sujeto con una sábana de color blanco, llevaba cargado a un pequeño recién nacido. Su cabellera corta y ondulada color azabache apenas se dejaba ver por un costado del sombrero que llevaba puesto.

 

Por la apariencia que ella tenía, no se podía identificar propia de la zona.

 

La mujer, después de haber caminado un largo trecho por el espacio de varias horas, vio que la tarde le caía encima y la lluvia se hacía cada vez más intensa. Para su mala suerte, no había un lugar donde poder acampar.

 

Cerca de donde ella se encontraba había una quebrada desde la cual se vertía un enorme caudal de agua, toda rodeada por un bosque de alisos y paucos, árboles muy frondosos que otorgaban una sombra tal, que al pasar por debajo de ellos se percibía una oscuridad fría y húmeda. La poza despedía una violenta brisa y un chorro de agua que caía desde la altura de una catarata provocaba un ruido ensordecedor. La joven forastera había perdido la guía del camino y ya presentía que se había extraviado. Al no encontrar el sitio apropiado por donde pasar al otro lado de la bulliciosa quebrada, decidió llevar por su instinto y se echó a caminar un corto trecho hacia abajo por la misma orilla de la quebrada. Tras avanzar un corto trecho, encontró allí un viejo puente colgante que era azotado por el viento. Se puso muy nerviosa, pero al mismo tiempo tomó el valor necesario y avanzó. Casi cerrando los ojos, para no ver las profundidades, apretó los dientes y caminó paso por paso, muy despacio, hasta que logró pasar al otro lado.

                     

El temporal se había puesto realmente hostil a esa hora, ya ni las avecillas abrían sus picos para entonar sus melancólicos trinos, el angosto camino por donde iba parecía no tener fin, entre la maleza y rocas medianas se empinaba el camino en curvas hacia la falda de un cerro. A esa hora el cansancio se había convertido en su peor enemigo, sus fuerzas decaían poco a poco, apenas podía dar los pasos, y como fantasmas difíciles de vencer se colaban la oscuridad y el frío. En su revolucionada mente imaginaba verse sentada al costado o  en medio del mismo camino que estaba lleno de agua y barro, solo con la protección del plástico color celeste que utilizaba como una capa para, en algo, protegerse de la lluvia que caía encima de su frágil cuerpo. Resignada a su mala suerte y sumamente asustada, escuchó los golpes de un machete que sonaban y alguien lo utilizaba para cortar algún palo de leña. Pensó estar loca, y se dijo que solo era su imaginación, pues estaba segura que en este lugar no podía haber otro ser humano.

 

En ese preciso momento se despertó el pequeño que llevaba sobre su espalda. El niño empezó a llorar desesperadamente, lo que su mamá entendió como una alerta de que se sentía fastidiado y con mucha hambre. La joven mujer sacó el biberón que tenía preparado dentro del bolso que llevaba y se lo puso en los labios a su pequeño vástago; pero este, en lugar de beber el líquido alimento que le daba su progenitora, empezó a llorar con tal desesperación que su llanto llegó hasta los oídos de un perro que se encontraba muy cerca de ellos. Entonces la joven mujer, al escuchar el ladrido del animal, decididamente empezó a llamar.

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